Lo vi dos veces.
La primera, inaccesible, rodeado de falsos aduladores que no habrán leído un libro suyo, de pseudoguardaespaldas intelectualoides y de cuadros de Guayasamín. Apenas le dí la mano y él me firmó mi "Ensayo sobre la ceguera".
La segunda en uno de mis sitios preferidos de Madrid, humanamente cercano, coherente, conversé brevemente con él en una de las anécdotas de mi vida más memorables.
Declaro que no sabía nada de él antes del Nobel, que no he leído ni la mitad de su obra, que no comparto su ideología política, que a veces me abruma su estilo y que no he llorado su muerte.
Pero también declaro que respeté su posición política, que amo sus penetrantres reflexiones sobre la condición humana, que me arrepiento de no haberme tomado una foto con él, que envidié la relación que tenía con su esposa y que tengo un poema posible con su autógrafo en la pared de entrada a mi dormitorio ("Para A., un abrazo -firma-").
"Físicamente habitamos un espacio, pero, sentimentalmente, somos habitados por una memoria. Memoria de un espacio y de un tiempo, memoria en cuyo interior vivimos, como una isla entre dos mares..."